Un libro: El último día de un condenado a muerte, Víctor Hugo 1829
La pasión decimonónica por Victor Hugo fue más allá de Francia, convirtiéndose uno de los primeros grandes intelectuales con los que el público se apasionó y polemizó. Hugo supo comprender a su tiempo y no rehuyó ninguno de sus debates, lo que le convierte en un autor ligado al momento, pero también a los problemas irresueltos. El último día de un condenado a muerte fue publicada anónimamente en 1829 y con nueva edición, ya con su nombre y un extenso prólogo, en 1832, es uno de esos problemas que pasado el tiempo seguimos sin cerrar, el de la pena capital.
El hecho de publicar una obra como esta, en la que se nos acercaba a la mente de alguien que esperaba la muerte da una enorme modernidad a la obra de Hugo. No son frecuentes los textos en los que se nos introduzca directamente en el interior de una mente. Estamos todavía en tiempos de perspectiva exterior. Hugo acertó en el desarrollo de la obra, basada en las impresiones que le generaron la visión de una guillotina en las calles. En 1828, cuando se produjo el suceso, la guillotina formaba parte del espectáculo público. Tuvo que pasar mucho tiempo para que, si no se acabara con las ejecuciones, si se liberara de la brutalidad del espectáculo callejero.
En el primer prólogo, escueto y anónimo, Hugo escribió:
De estas dos explicaciones, que el lector elija la que quiera.» (29)
Evidentemente, el juego que Hugo nos plantea está en esa elección entre realidad documental o análisis reflexivo del arte. La capacidad del segundo, del poeta, para reproducir las vivencias del condenado es lo que le da ese valor que se ha ido incrementando con el tiempo. Compruebo las ediciones de la obra y veo que son muchas, que ha ido entrando en diversas colecciones con el paso del tiempo, que sigue presente y que ha sido reeditado en 2021. Es un indicador de que Hugo supo conectar con el público de entonces y con el nuevo, que es lo que define a un clásico.
Existencialmente todos somos condenados por la vida. La dimensión artística nos hace empatizar con el condenado sabiendo que todos lo estamos en el tiempo. Una lectura existencial de esta obra nos permite ir más allá de la injusticia o la crueldad del caso para llegar hasta vida misma. Escribe Hugo: "Eran los presos, espectadores de la ceremonia mientras llegaba el día en que se convertirían en actores" (119).
- Víctor Hugo (2011) El último día de un condenado a muerte / Claude Geux. Trad. de Mauro Armiño. Col. El Club Diógenes, Valdemar Ediciones, 250 pp.
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Una canción: Many Rivers to Cross (Linda Ronstadt 1975)
Hay gloriosas versiones, de Cher a Annie Lennox pasando por la original de este gran clásico a cargo de su autor, el jamaicano Jimmy Cliff, pero me quedo —por razones sentimentales— con la de Linda Ronstadt, una de las grandes voces de la música en sus diversas variables. El disco Prisioner in Disguise salió a la luz en 1975, con la cantante consagrada, con una gran producción de Peter Asher y contando con los mejores músicos que la Costa Oeste tenía en los estudios en aquellos momentos, del propio Asher a un imprescindible Andrew Gold tocando los teclados y haciendo coros, un gran batería como Russ Kunkel, el bajo y coros de Kenny Edwards y la guitarra de Dan Dugmore.
La canción es un grito desesperado, la voz de un superviviente perdido frente a la dureza de la existencia. La metáfora del cruzado del río es la de los pasos de la vida y esos ríos han llegado a su final, a los blancos acantilados de Dover, al mar ante el que surge ese grito que nos llega.
Los historiadores de la música y el propio Cliff hablan de cómo un joven inmigrante, llegado de su Jamaica a cumplir sus sueños musicales se veía desesperado y trato de reflejarlo en la canción. Los blancos acantilados de Dover auguran el salto al continente a tratar de conseguir las oportunidades que se le escapaban en Reino Unido. Pero eso es la historia pequeña, la que nos ata a lo real. La canción crece hasta convertirse en la voz de la desesperación humana sometida a la dureza del día a día. Así lo entendieron las decenas de intérpretes que la sacan a la luz desde entonces y la siguen llevando a la cima de los charts de diversos países. La emoción es lo que cuenta, la capacidad de hacer vivir a otros lo que era nuestra pequeña tragedia vital.
Una película: El compromiso (Elia Kazan 1969)
El compromiso es mi película favorita de Elia Kazan y lo es porque es una buena película pero, sobre todo, porque está asociada a un verdadero despertar del "cine-cine" en la primera adolescencia. Hay un momento en el que las películas te enseñan a ver el mundo de otra manera, quizás con el despertar de la adolescencia. La películas de Kazan ya formaban parte de la filmoteca —Al este del Edén, ¡Viva Zapata!...—, eran títulos consagrados que te llegaban del pasado, pero El compromiso fue de esas películas de las que vives el estreno, algo nuevo, de las que sientes que formas parte y ellas forman parte de ti.
Hace un par de años la vimos en nuestro cinefórum y nos gustó. Sigue siendo un enorme alegato contra la hipocresía y el conformismo. Es quizá lo que sorprendió de un viejo maestro que daba una nueva lección de cine en un momento en el que el cine estaba cambiando profundamente, como fue la segunda mitad de los 60 y la primera mitad de los 70, donde se juntaron las ganas de denuncia frente a un cine que se había hecho muy conformista, distanciado de la realidad social. Algunos viejos maestros realizaron algunas obras importantes, demostrando su capacidad de adaptarse a los nuevos tiempos: Kazan, Buñuel, Hitchcock... mostraban sus últimas y valiosas cartas. Tiempo de rebeldía y crítica en los que se analizó profundamente la institución familiar con películas como El graduado o esta misma.
Un trío de actores magistrales, dándolo todo en esta historia vulgar como la vida misma, una historia sobre lo banal del éxito frente a la verdadera felicidad, algo que el dinero no puede comprar. ¿Cómo olvidar a Kirk Douglas, a Faye Dunaway, a Deborah Kerr en esos papeles en los que quedan al descubierto las flaquezas humanas, la pérdida de la vida tras fachadas acomodadas? ¿Cómo olvidar el rostro de Douglas al volante, sus dilemas internos llevados a la imagen? ¿Cómo olvidar el espacio ordenado en el que vive ese matrimonio rutinario? ¿Cómo no ver la dramática libertad de Dunaway?
El compromiso es una película magnífica, puro cine, pura vida.
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